Matías Juan Pablo Villanueva nació en un hogar de clase media, a la vuelta de la sede de Huracán. Fue el tercero de nueve hermanos. A los 15 años ya había decidido sumarse a la barrabrava del club de Parque de los Patricios. Un año después comenzó a robar.
Durante ocho años su vida transcurría así, entre el grupo de choque y esporádicos asaltos a comercios o personas. Hasta que todo cambio, cuando en un intento de robo fue alcanzado por las balas de un efectivo policial, las que lo dejaron en silla de ruedas.
Vive con Coco, su mujer, evangelista, experta en kickboxing, veinte años menor que Pablo, y la hija que tuvo con Coco, de seis años.
-Siempre me las rebusqué en la calle. Hice más malas que buenas. Fui la oveja negra: mal en la escuela, mal en el estudio, mal en el comportamiento –dice Pablo, sin ademanes y con una dicción prolija.
De pibe nadaba, jugaba de defensor en el Bristol, un club que está a dos cuadras de donde vivía su familia. Iba al Bernasconi. Nada, al menos en apariencia, como para arremeter a las trompadas contra otros barras y menos aún para calzarse una pistola en la cintura y salir a robar.
-Me gustaba vaguear. Repetí séptimo grado. Primer año lo repetí tres veces y abandoné los estudios. A los 14 conocí Huracán. A mi viejo le regalaban entradas –cuenta mientras toma un exprimido de naranja.
De repente, el relato se hace vertiginoso. De nadar y jugar en el Bristol, apenas pisar el estadio Tomás Ducó, se hizo amigo de los barras. Ir a alentar a Huracán fue sinónimo de animarse a pelear con tipos que lo doblaban en edad o que no le hacían asco a patear a un hincha del equipo contrario.
-A los 15 viajé en un Mercedes 608 que tenía el piso agujereado. Llamé por teléfono desde allá: «Papá, me vine a Mendoza con la barra». A los 16 me peleé con mi familia y me las rebusqué en la calle. Eso sí, con conducta: nunca las drogas, nunca el alcohol, nunca el cigarrillo. No les voy a mentir: hice más malas que buenas –aclara Pablo, como prólogo a lo que sigue.
A los 16 dio con Tomás, un muchacho que piloteaba con maestría motos de alta cilindrada.
–Salía armado. Yo era un re-ladrón. A los 18 tenía una cupé Escort nuevita, una moto y también me compré un departamento en Flores –dice Pablo.
-¿Tenías todo legal? -pregunta Infobae.
-Todo estaba a nombre de Tomás.
Pablo no tenía frenos. Corrían los años noventa y cuando tenía 21, su novia quedó embarazada y nació Dafne, su primera hija.
Adiós a las piernas, un fiscal comprado
En septiembre de 1997 todo cambió. Tomás como chofer, Pablo atrás con una 9 milímetros robada en la cintura. Estaban en Mario Bravo y Córdoba, a dos cuadras de una sucursal del Banco Galicia.
La brigada ya debía contar con varias denuncias de salideras bancarias hechas por una pareja de asaltantes en una moto de alta cilindrada. Todo sucedió en pocos segundos. Cuando los policías quisieron encararlos, Pablo bajó como un rayo, le dijo a Tomás que se fuera y disparó los 13 tiros que tenía el cargador. De inmediato, se dio vuelta y apenas dar unos pasos se desplomó. Consciente, pero tirado en el piso sin poder moverse.
-El primer balazo me reventó el riñón derecho y me perforó el hígado y la vejiga. Otro tiro me atravesó a la altura de la cintura pero no hizo nada. El tercero me destrozó la última vértebra lumbar. No sentía las piernas –dice Pablo, pasados 21 años.
-¿Por qué no te remataron después de vaciarle un cargador a los policías?
-Yo estaba lúcido. Me apuntaron y creí que era el final… Pero había mucha gente alrededor, me dejaron tirado en el piso hasta que llegó la ambulancia. De ahí me llevaron al Hospital Ramos Mejía. Ahí estuve once meses entre operaciones y recuperación…
-¿De ahí fuiste a la cárcel? –era la pregunta obligada.
-No. A los cuatro meses me dictaron la excarcelación –contesta Pablo.
La explicación no tiene que ver con los códigos penales sino con los códigos venales: la 9 milímetros que había quedado en la escena del crimen desapareció por obra y gracia de unos 35 mil dólares que supuestamente -afirman- fueron a parar a bolsillos de un fiscal.
La carátula quedó «robo en grado de tentativa». El dinero que habría comprado al funcionario salió de los bolsillos de Juan Carlos, el padre, ese que ocho años antes había recibido el llamado del hijo que estaba en Mendoza con la barrabrava de Huracán. Esos dólares borraron las pericias, si es que las hubo, para saber dónde fueron a parar las balas tiradas por Pablo.
La traición del cómplice, la vuelta con los padres
Tomás, el pibe que conducía moto como un campeón, tenía todo a su nombre y Pablo esperaba que actuara con «códigos de ladrón». Sin embargo, no se acercó siquiera a darle algo a la madre de Dafne, la hija de Pablo.
-En el departamento teníamos dinero, oro… pero de Tomás no hubo ni un acercamiento. Se borró –cuenta-. Mis padres se habían mudado a Luzuriaga y Los Patos, también en el barrio, a un primer piso por escalera. Ahí me instalé. Cuando pasaron varios meses, como no había noticias de Tomás, le pedí a mi padre que me llevara hasta el departamento de Flores. Cuando llegamos, toqué el timbre, bajó un hombre y le pregunté si estaba Tomás, me dijo que no. «¿Usted le alquila?». «No. Yo le compré el departamento».
-¿Cómo quedaste?
-Era la consecuencia de lo que yo había hecho –fue la respuesta seca y sincera.
Los amigos de La José C. Paz
La barrabrava de Huracán no es la excepción: tiene al menos tres fracciones que se disputan negocios y favores del club. La José C. Paz, una de las tres, surgió de la plaza homónima, que está a pocas cuadras del Hospital Penna y del estadio Tomás Ducó.
Cuando ya estaba restablecido, los barras de la José C. Paz empezaron a sacarlo: iban al departamento de los padres, lo bajaban en la silla y luego lo empujaban hasta la plaza, por supuesto pasando por Amancio Alcorta, donde está el estadio. Se quedaban unas horas y luego lo llevaban de regreso a la casa familiar.
-Un día, me bajan, y cuando estábamos en la vereda –cuenta Pablo-, yo le digo a uno: «¿Negro, no me ayudás?». ¿Qué es lo que no movés, «Locura»?
El apodo «Locura» le había quedado a los 14 años, antes de sus verdaderas locuras. Fue porque cuando iban a bailar en vez de birra Pablo se tomaba un saché de leche.
-¿Qué es lo que no movés, las piernas o los brazos, «Locura»? –le insistió el amigo.
Así fue que empezó a no depender de nadie. Pocos días después, decidió que no necesitaba ayuda para recorrer las diez o doce cuadras entre la plaza y la casa.
Esa tarde, al llegar, tocó timbre, la mamá bajó y le preguntó «¿Y los chicos?» «Vine solo vieja» «¡¿Y cómo vas a subir?!» «Agarrame los pies» fue toda la respuesta de Pablo.
Así, impulsado por los brazos, me las arregló para ganar una cuota más de autonomía – cuenta Pablo y una sonrisa deja ver los dientes desprolijos en una cara diáfana, que disimula las dificultades y limitaciones.
-Hace veinte años que camino solo –dice.
Llegó Coco, con mayúsculas
Con esa cuota de independencia lograda, Pablo decidió ir a vivir solo. Consiguió un departamento muy sencillo en Salcedo y Sánchez de Loria. El padre lo ayudaba y consiguió que algunos le derivaran trámites en los bancos y oficinas del barrio.
-Yo no hago cola –dice.
-¡Yo pensé que no me agarraba una mina nunca más! –confiesa.
Sin embargo, tras lidiar con los fantasmas de su propia virilidad, Pablo lo logró. Lo ayudó una de sus amigas de antes, que incluso lo llevó a un médico que le dijo que el problema lo tenía en la cabeza y no en otra parte del cuerpo. Al cabo de un tiempo, hizo pareja con otra chica con la cual tuvo dos hijos más, Matías y Jesús. Años después, esa relación terminó y Pablo quedó soltero.
Así fue que un día, cuando fue a la cancha de Quilmes y el Globo perdía tres a cero, Pablo dejó de mirar el partido para detenerse en una chica que levantaba con fuerza los trapos de Huracán.
Coco tenía apenas 15 años y había sido criada en una familia evangélica.
-Coco me cambió la vida. Es una mujer increíble –dice Pablo mientras toma el exprimido de naranja.
Con ella tuvo a Mía, que tiene seis años. Los tres viven juntos en un pequeño departamento de la calle Famatina. Coco volvió a trabajar a los seis meses del parto. Y poco después retomó kickboxing en Huracán.
-Mía me adora… se derrite por mí. Yo la acostumbré a la mamadera, le enseñé a caminar… –dice Pablo, que sigue y seguirá sentado en su silla de ruedas hasta el fin de sus días.
La charla con Infobae sigue. Las penurias no terminan. Dos veces, por escaras y por osteomielitis, Pablo volvió al Ramos Mejía. Una de las pocas referencias en las redes acerca de su vida es de agosto de 2015, cuando le hicieron la segunda operación por una infección generalizada. Lo publicó Coco: «Necesitamos dadores de sangre para Pablo Locura…».
-Se inundó el hospital de dadores… -cuenta con orgullo.
Las dos veces salió. Cuenta que en ambas oportunidades llegó a la muerte clínica. La segunda internación fue por una osteomielitis que se complicó mucho. Hubo una junta médica para evaluar su situación y llamaron a la familia para avisarle que esperaban lo peor. Pablo no sabía eso. Cuando lo llevaban a quirófano, Coco iba a su lado, antes de que lo ingresaran, él le agarró la mano y le dijo como en veces anteriores: «Coco, orame».
Tras la cirugía, en terapia intensiva, Pablo encaró al médico que lo atendía:
-¿Me voy a morir?
-¿La verdad? –contestó el médico. Y agregó: Clínicamente no podemos hacer más nada.
Pasados unos días, la mejoría fue notable y días después Pablo firmó el alta voluntaria. Volvió a su casa.
-¿Buscaste ayuda psicológica alguna vez?
-Jamás la necesité. Jamás me bajoneé, ni siquiera por mi condición física.
-¿Tu hija?
-Me derrito por Mía.
-¿Alguna vez te llamaron para dar charlas motivacionales?
-Hice rehabilitación en Ramsay (N de R: en la calle Ramsay, bajo Belgrano, está el Servicio Nacional de Rehabilitación). Fue al salir del Ramos Mejía cuando caí herido. Viví seis meses de lunes a viernes. De ahí me llamaron…
Los cronistas suelen invitar con el café o el sándwich. Esta vez, apenas pedir la cuenta, alcanzó con la mirada de Pablo. Sacó la plata del bolsillo, pagó, le dio su derecha al mozo y a medida que se acercaba a la salida lo hizo con todos los que estaban en el camino.
En la vereda de la avenida Caseros la despedida fue breve y los cronistas ven como Pablo se aleja gambeteando las baldosas rotas con mucha habilidad.
Fuente: Diario Infobae
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